lunes, 9 de noviembre de 2009

GORA SAN FERMIN




A petición del autor publico aquí esta "carta" que fue enviada a los medios. Me solidarizo con todo el contenido de la misma


Mirando el otro día en el periódico las fotografías de Daniel Jimeno y de Capuchino –ya para siempre unidos trágica e involuntariamente el uno con el otro- me fijé en esos ojos que ya no veían, en esas miradas vacías…, ya para siempre.
Un halo de infinita, de palpable, de rotunda, de rabiosa tristeza envolvía las luctuosas escenas, congeladas ya para siempre en el papel y en el tiempo.

¡Ayer vibrantes vidas…, hoy tristes cenizas…!

Y preguntándome el porqué de estas muertes, surgieron en mi mente imágenes de sacrificios a antiguos dioses paganos: sangrientos, crueles, lujuriosos, vengativos, zafios y beodos.
Y me pregunto, ¿acaso son eso: encubiertas, inútiles, camufladas, innecesarias, bárbaras, estúpidas, estériles inmolaciones a San Fermín?
Si hiciéramos el funesto recuento: ¿cuántos heridos por asta de toro de diferente gravedad, contusionados varios, pisoteados por personas o animales o por ambos, con la columna vertebral rota –ya para siempre en silla de ruedas-, cuántos muertos, cuánta sangre, cuánto dolor…?
¿Cuántos toros utilizados por bastardos intereses, humillados, incordiados, burlados, torturados y sacrificados cruelmente para nuestro disfrute y divertimento?
¡Que terrible, divino e inamovible designio que encadena fatal e inexorablemente: fiesta, sangre, sufrimiento, y muerte!


Mirando las fotografías de Daniel y Capuchino, reflexiono sobre nuestra Fiesta Nacional y me doy cuenta de que realmente es un decorado magnífico: la plaza, redonda, a la manera de los antiguos coliseos, con la perfección de todo lo que es circular, con el ruedo de fragante madera y el albero de arena dorada; y cuenta con una puesta en escena espectacular: sol, vivos colores, una emotiva motivadora y electrizante música de marchas y pasodobles, trajes de luces –¡nada menos que, de luces!-, vino -divino regalo de un dios-, alegría radiante y contagiosa, mujeres guapas y hombres valerosos.
Todos estos elementos conforman una estética adictiva y engatusadora, una liturgia –oficiada por un idolatrado “maestro”- que emociona, extasía, aúna y arrebata a los fieles, pero también a muchos gentiles.
Pero detrás del decorado, la tramoya nos desvela que existe además otra realidad: primitivismo cavernario, sufrimiento y tortura animal, exaltación de la violencia, crueldad y sadismo, excesos etílicos –y de otra índole-, sangre, muerte y finalmente vacío sinrazón y tristeza.
Igual que en las fiestas de muchos –cada vez más- pueblos de nuestra querida España, de nuestra querida “piel de toro”.


Mirando el otro día esas fotos, vi: la foto de un inocente, el toro; y la foto de un responsable, Daniel –estaba allí porque quiso y así lo decidió-; pero en esta tragedia me faltaba un personaje, el culpable, faltaba la foto del culpable y ¡de repente, para mi asombro, ante mis ojos apareció una foto, en la que estaba…yo, junto a…todos ustedes…!
Sí, creo que todos tenemos nuestra porción de responsabilidad; somos culpables en mayor o menor medida: los ejecutores –les llaman muy acertadamente “matadores”-, otros actores principales y secundarios, los aficionados, los espectadores y demás público en general, los que se lucran, pero también los consentidores silenciosos y los tibios opositores.
No obstante, de toda esta grey, aquellos que considero acreedores de una culpa especialmente repugnante son los que se aprovechan para mercadear, y los que desde la cómoda seguridad de sus asientos y parapetos animan y jalean el cotarro.

¡Siento vergüenza por mí y por ellos!


Pero basta ya, dejémonos de análisis que a nada conducen, de culpables y zarandajas, de muermos y sutilezas, que la fiesta -¿el espectáculo?- debe continuar, aunque se produzcan como dijo aquel otro: “pequeños e inevitables daños colaterales”.

¡Así que nada, ánimo y al toro –nunca mejor dicho-, y adelante, que el pueblo debe entretenerse, y de paso aplacaremos así mismo la ira de los dioses…, del dios Mercurio también!


¡Gora San Fermín!


Ricardo Andréu Ibáñez

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